París todavía es una fiesta

(Crónica con arcos triunfales, torres de feria y vistas sobre el río Sena)

El napoleónico Arco del Triunfo. Foto Spitaletta

Por Reinaldo Spitaletta

La tarde de París en otoño nos condujo por una larga carretera desde el gigantesco aeropuerto Charles de Gaulle, como sinónimo de lo infinito y lo inverosímil (ya habrá alguna ocasión de contar algunos episodios de allí), hasta el Distrito 17, con sus construcciones “haussmmanescas”, sus mercaditos y estaciones de tren y metro, restaurantes elegantes, su luz impresionista y la llegada, cuando empezaba a sombrear, a un hotel de nombre singular: Elyssées Flaubert. Sí, claro, a una cuadra de la rue Gustave Flaubert, sobre la rue Rennequin y a unos diez minutos de los Campos Elíseos y del Arco del Triunfo.

En el hall del hotel había unas estanterías con las obras del escritor normando, así que las partes del nombre no eran gratuitas. A la mañana siguiente, tras una noche de lluvia, con ida a un restaurante muy bonito, oriental, en el que no había ningún comensal, con la atención gentil y delicada de una enigmática mujer asiática, que ponía música ambiental china, digo que a la mañana siguiente preguntamos en la recepción por dónde se iba al Arco del Triunfo. “Está muy cerca”, dijo el recepcionista y nos indicó por dónde ir caminando, creo que atravesamos varias calles y avenidas como la de las Ternes, otras con las que nos fuimos familiarizando, como Wagran, Courcelles, y por ahí, por esas calles con arquitecturas de tarjeta postal nos fuimos arrimando a la Plaza Charles de Gaulle, o de la Estrella, y ya, a distancia, estábamos mirando el Arco del Triunfo, tras pasar por un antiguo café, L’Etoile, de 1903. Hacía frío, pero la caminata nos calentaba.

Estatua ecuestre del mariscal Ferdinand Foch. Foto Spitaletta

Nos recibió una inmensa glorieta, en la que desembocan doce avenidas, la de la Estrella, en cuyo centro está erigido el napoleónico Arco del Triunfo, en honor de lo sucedido en la batalla de Austerlitz (1805, cuando el corso estaba todavía en los gozosos y cantaba victorias), y ahí estaban los clásicos Campos Elíseos, de los que, quizá, las primeras menciones las conocimos en la canción Nathalie, de Gilbert Becaud (inventor del Café Pushkin), cantada en una versión sin mucha pompa por los chilenos Hermanos Arriagada.

Sabía que, bajo esa construcción victoriosa, estaba la simbólica Tumba del soldado desconocido, establecida allí en la Primera Guerra Mundial. En ella se ha inscrito una memoria de acontecimientos históricos, conectados con el establecimiento de la Primera República, La marsellesa, la coronación de Napoleón por la diosa de la victoria, y otras pompas y bullicios de la Francia, en relieves y grabados. Cuando estuvimos bajo ese arco, sentimos una especie de corrientazo, tal vez era algún viento frío o los restos de una llovizna. Quién sabe. Quizá era una manifestación emotiva. En todo caso, allí estabamos, en el Distrito VIII, en la hoy denominada Plaza Charles de Gaulle, en uno de los extremos de los celebérrimos y muy cantados —y bebidos— Campos Elíseos.

Torre Eiffel, el monumento turístico más visitado del mundo. Foto Spitaletta

A la distancia, veíamos la puntica de la Torre Eiffel, y por allí, mientras buscamos por donde cruzar aquella inmensidad (hay pasos subterráneos, pero no sabíamos, por eso, hubo dos que corrían, eludiendo carros, a lo montañero, por los espacios de la rotonda triunfal), nos dimos a la contemplación del Grand Palacio de París y del Puente Alejandro III, desde cierta distancia. Lo mejor, decidimos, era comprar tiquetes de bus turístico, para darnos el primer vueltón por la Ciudad de la Luz, la primera que, muy temprano, adoptó el alumbrado público en Europa, la de las artes y las universidades, la del Sena, que, a la vista, nos dio una sensación de hallazgo portentoso. Le dije a la Mona que había que ir a buscar el puente por donde se arrojó el inspector Javert, de Los Miserables.

En un viaje relámpago por una metrópoli tan cantada y contada, tan poética y literaria, ah, claro, tan arquitectónica y política, sí, la de la Comuna de París, primer gobierno proletario del orbe, que no duró nada, pero dejó ejemplos significativos, hay, digo, que aprovechar todo minuto. La vista del Sena, no sé a qué altura, me dejó deslumbrado, porque volvía a viejos poemas, a descripciones novelescas, a ver a Rastignac, y, de pronto, imaginar el salto mortal de Paul Celan, o pasajes de Rayuela, cuyo autor caminó por los adoquines del Barrio Latino.

Desde la terraza del autobús, bajo el cielo de París (oh, Edith Piaf), veíamos puentes, aguas en apariencia mansas, faroles, columnas coronadas con victorias… Algo es algo, me dije. Y veía cómo nos aproximábamos a la férrea Torre Eiffel, la de la Exposición Universal de 1889, en un extremo del Campo de Marte, que goza de fama de ser el monumento turístico más visitado del mundo. La Torre de los trescientos metros estaba a la vista, cada vez más cerca y había que estar ahí, viendo inmigrantes africanos con sus réplicas de distintos colores en el piso, ofreciéndolas a la turba de curiosos. Ya habíamos pasado al frente del Teatro Nacional de Chaillot, por el Museo Guimet, por otros referentes, pero la torre nos seguía esperando.

Aspecto parcial del frontis del Petit Palais. Foto Spitaletta

Antes de llegar allí, nos sorprendió, por su tamaño, la estatua ecuestre de Ferdinand Foch, héroe francés de la Primera Guerra, en la Plaza de Trocadero. El mariscal se veía ausente en medio de árboles color de otoño y edificios bonitos. Otra vez el Sena, siempre por estos lados, aparecía, se iba, volvía y, de pronto, ya estábamos en los predios de la histórica torre y nos echamos a andar. Habíamos pasado por el Puente de Jena y ya estábamos tan cerca de aquella estructura color bronce, marrón, que provocaba tocarla (el color se llama, técnicamente, “marrón Torre Eiffel”). El desfile de gente daba la impresión, por momentos, de un hormiguero. Iban subiendo a lo alto. Permanecimos abajo, paseándonos por aquellos verdores, bajo los colores rojizos y amarillos de los árboles, cuyas hojas en buena parte empezaban a caer.

Las urbanizaciones cercanas, de gran belleza, mostraban sus balcones de hierro forjado, abundaban los visitantes tomándose selfis, y la torre ahí, con su magnificencia, con su estructura metálica atravesada por vientos, por nubes, por pedazos de cielo azul. Había allí, en esos espacios, una historia, conectada con los tiempos de la industrialización y de los inventos tecnológicos, como el teléfono y otros artefactos de feria.

La torre, rodeada de verdores, de gramas y arboledas, fue una atracción en su momento de erección. Y lo sigue siendo. La Mona guardó en su bolso una torrecita, una miniatura, que le compró a uno de los inmigrantes. Tenía un bombillito con intermitencias. Fuimos a buscar un café. Luego, esperamos el bus y proseguimos en nuestra exploración visual del Distrito VII. Ya estábamos en el complejo de Los Inválidos, existente desde los tiempos de Luis XIV, construido con ánimo de beneficencia para los veteranos de guerra que quedaban sin hogar. Y sin piernas o manos. Disminuidos. En uno de esos espacios, reposan los restos de Napoleón Bonaparte, trasladados desde la isla de Santa Elena a ese lugar, cuyas torres y otras construcciones tienen mucho que contar.

Museo del Louvre. Foto Spitaletta

Otra vez pasábamos por el Puente Alexander III, por el Palacio de París, por Le Petit Palais, y estábamos ya en la Plaza de la Concordia, junto a los Campos Elíseos, con su Obelisco de Luxor (procedente de Egipto), muy cerca del célebre Hotel Crillon, al frente del cual fue guillotinada María Antonieta. París también son relatos de revoluciones, de reyes y reinas caídos en desgracia, de ascenso de la clase obrera y de gestas populares en sus calles, en muchas de las cuales hubo barricadas. Las reformas urbanas comandadas por Haussmann, además de logros arquitectónicos, estuvieron atravesada por criterios políticos, como el de abrir bulevares para evitar (como bien se cuenta en Los miserables) las fogosas barricadas.

La tarde volvía con su mezcla de nubes y jirones de cielito azul. En aquella velocidad, en la que discurren imágenes, como de cinematógrafo (cuya ilusión de movimiento es una maravilla), artefacto inventado en París por los hermanos Lumière, nos hizo detener en unos lugares de gran presencia arquitectónica, por la avenida Haussmann, por las Galerías Lafayette y por una histórica construcción, la Ópera Garnier, que nos hizo retroceder a las historias del fantasma, escritas por Gastón Leroux.

Volvimos al lugar de partida, al Arco del Triunfo. Caminamos un rato por los Campos Elíseos y nos fuimos buscando el retorno al Flaubert. Teníamos en el espíritu muchos cantos, imágenes y relatos de otros tiempos. París, más que una fiesta, oh, míster Hemingway, era una sucesión infinita de bellezas, de preguntas, y de las voces populares que todavía resuenan, afuera y adentro, del Teatro Olympia, fundado en 1888 por el mismo hombre que creó el Moulin Rouge.

Miramos de nuevo los Campos Elíseos, dijimos adiós al Arco del Triunfo, y nos fuimos caminando despacio por avenidas cuando ya la noche parisina nos recordaba viejas canciones y la caída de algunas hojas muertas.

(Undécima crónica de Caminando por Europa. Mañana, Montmartre y la sopa de cebolla)

Uno de los canales del río Sena. Foto Spitaletta

Publicado por Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello. Docente-investigador de la Universidad Pontificia Bolivariana. Es columnista de El Espectador, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como el mejor columnista crítico de Colombia. Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios. Ha publicado más de veinte libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Oficios y Oficiantes (relatos, 1990), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (edición ampliada con nuevos relatos), 2013; Viajando con los clásicos (ensayo, coautor Memo Ánjel), 2014; Escritores en la jarra (libro de ensayos y artículos), 2014. Historias inesperadas (crónicas) 2015; Las plumas de Gardel y otras tanguerías (crónicas y reportajes, 2015); Macabros misterios y otros ensayos (2016); Tango sol, tango luna (ensayos y crónicas, 2016); Sustantiva Palabra (ensayos literarios, 2017); Balada de un viejo adolescente (novela, 2017); Tiovivo de tenis y bluyín (narrativa periodística, 2017), Fútbol: vida, trampa y milagros (2018), Medellín, ¡cómo te siento! (2019). En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro titulado “Espíritus Libres”, como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.

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