LA LOQUÍSIMA CALLE BARBACOAS Y OTROS ENTREVEROS

(Un paso por el infierno urbano del Bronx y por algunas ruinas medellinenses)

Uno de los tercios de la calle Barbacoas (en este caso, la 55A). Foto Spitaletta

Por Reinaldo Spitaletta

Mañana brillante, con bandadas de palomas en rebusque, la fuente sin agua, y a los lados de las puertas de la Catedral, plastas de excrementos humanos. Se oye el garrir de loras, pocos visitantes en el parque Bolívar, hay, casi al frente de La Polonesa, una Van a la que se suben algunos habitantes de calle a los que, según supe, trasladarán a algún refugio. Son las ocho de un día muy claro, con un cielo prometedor de altas temperaturas.

Espero un rato a ver si aparecen a los que espero. No sé si es la voz de Kafka la que rumora: “El que espera, se va, porque el que viene no llega”. Al fin, llegan el periodista Jacobo Betancur, primero, y, después, alternados, la gestora cultural Teresita Rivera, y el poeta Jorge Restrepo El Gallero. Vamos a caminar, sí, más bien temprano, por Barbacoas, la calle del pecado, la calle loca, la hiperbólica, la que a estas horas no muestra casi nada de lo que se ha llamado con razón una sucursal del averno.

Barbacoas, la calle entrecortada, la misma que una descomunal mole de ladrillo, mole románica, catedralicia, se interpuso para cortarla, para descontinuarla. Por ahí, por debajo, sin escucharse, pasa La Loca, quebrada mítica, a la que no le faltan los sobresaltos. Barbacoas, la curvilínea, son tres tramos. Tres pedazos. El primero, que puede ser más bien el último, forma la legendaria calle del Calzoncillo, junto con Sucre y Argentina. Esa es una historia, que conté en otra nota, hace tiempos. Hace una suerte de salto de garrocha imaginario, sobrevuela por las torres y techumbres de la Catedral Metropolitana, y desemboca al otro lado, por Venezuela, cerca de la calle La Paz. Ahí, en una esquina, con forma de plazoleta, se erige la estatua de Monseñor Caycedo, que pastoreó a su antojo por más de treinta años a la feligresía de Medellín, casi toda a sus pies, besándole el anillo arzobispal y en ocasiones, o casi siempre, doblegándose para que el jerarca legendario pusiera sobre sus espaldas el cayado.

En otras salidas, más atardecidas, he visto, sentadas junto al pedestal que sostiene la figura broncínea del clérigo, a travestis y prostitutas, y me parece que, en vez de cerrar los ojos, la estatua los abre no sé si con curiosidad, asombro o terror. Una tentación nueva para un pastor que se murió en 1937, después de realizar tantas prohibiciones, escribir pastorales y dominar a su antojo un rebaño en el que sobresalían industriales, comerciantes, banqueros y millares de trabajadores, y también algunos vagos.

Con los mencionados, caminamos no por donde está el metálico don monseñor, sino hacia el occidente, por la prolongación de la calle Bolivia (a la que interrumpe el atrio de la Catedral). Llegamos hasta Palacé, y doblamos a la izquierda, después de ver el aviso de La raza (hace años allí, en ese local, tríos y duetos y se contrataban serenatas), rumbo a la calle del Perú. Antes de llegar a esta, que es la 55, nos detuvimos en la esquina de la 55A, donde Barbacoas vuelve a aparecer, pese a todo, a las resistencias que produce, a sus paisajes de inquilinatos, hoteluchos, una que otra casa familiar, y de un paisaje grisáceo que ya se va poblando de habitantes de calle.

Aspecto de la carrera Palacé, entre Perú y Barbacoas, centro de Medellín. Foto Spitaletta

Les digo que paremos a observar sobre Palacé, mirando hacia el sur. Veo, otra vez, los días del Teatro Diana (después cambió por el de México), y dos o tres fachadas descaecidas, venidas a menos, derruidas. “Eso era un antro”, dice El Gallero, que vivió años y años en la lleca, soplando y sumergido en un infierno urbano de drogas y desamparos a granel. “El de más allá, también, era una olla”, advierte. Yo hago como en un tango, como el viajero que vuelve, y salto entejados para caer a la calle Perú y ver otra vez la cinematográfica entrada del Teatro Libia, donde me encuentro con Liliana Cavani, Lina Wertmüller, Bertolucci… De lejos, veo que Pasolini me alza la mano en señal de saludo.

Seguimos caminando por la diagonal, que parece otro mundo, otra dimensión. La calle va curveando, se ven viejos murales casi borrados, pálidos, desnutridos por el paso del tiempo. Pasamos por los restos del que fue la “olla de vicio” más grande de esos contornos, La Perla. Nos aproximamos a Bolívar, con el viaducto del metro, cuyos bajos están convertidos en un mercado-bazar de todo lo posible y lo imposible.

Hacemos algún esquince y bajamos por Perú, paso por donde hace años quedó la Papelería Santafé, y por la culata del antiguo edificio donde estuvo la sede del diario El Colombiano. Veo avisos de viejas litografías, atravesamos Carabobo y, llegando a la esquina con Cundinamarca, observo el local, con las cortinas metálicas bajadas, del que fue un bar de sindicalistas y revolucionarios de los setenta: La Chispa, la misma que pudo haber incendiado toda la pradera.

Ya estamos en predios del Bronx. Que puede ser no la sucursal del infierno, sino el infierno mismo, la principal, por su paisaje de gentes tiradas en el asfalto, en las aceras, como en una película de zombis, de muertos vivientes. Vamos caminando por la carrera Cúcuta, todavía quedan vestigios de tipografías, alguna venta de tinto. Vamos despacio. A veces, toca casi saltar sobre cuerpos. Hay chatarra, desperdicios, vocinglería, uno que otro grito. Miradas perdidas. “Por aquí todo es con códigos”, dice El Gallero, que advierte que este territorio es como un Viejo Oeste, pero más duro.

Taller del pintor Jorge Zapata. En la gráfica, aparece la gestora cultural Teresita Rivera. Foto Spitaletta

Es muy fácil ir a esta hora de la mañana por esta zona. Otra cosa, digo, sería por la noche, cuando el mundo cambia, cuando la ciudad es otra, cuando la urbe se pone otros vestidos (o se los quita del todo). Estamos en los preparativos de un programa radial sobre Barbacoas, que grabaremos en Radio Bolivariana. Sí, Barbacoas y toda esta geografía infeliz, de tipos destruidos por la drogadicción, que forman una especie de desolado panorama, que crece y crece.

Teresita, gestora cultural y conocedora desde hace años de este sector candeloso, me dice con disimulo que no vaya a sacar cámara o el celular. Está prohibida la toma de fotografías. “Te saltarán todos y te despojarán de ella”, dice El Gallero. Pasamos la calle Zea y nos detenemos, en medio de seres que parecen venidos de otros planetas, frente a una puerta. Hace años ahí quedaba la Litografía Dinámica. Ahora, es el taller de arte de Jorge Alonso Zapata, que durante veinte años ha estado por estos andurriales urbanos y que, hace cuatro, tiene en tres niveles un taller-galería, que es como entrar a otra realidad, tras haber caminado por estos submundos.

El pintor Jorge Alonso Zapata, en su taller en la zona del Bronx. Foto Spitaletta

Hay pinturas por doquier, formatos de radiografías que él utiliza e interviene, para crear obras muy curiosas. Por ahí, en la penumbra, veo una reproducción de la escultura de Apolo triunfante sobre la serpiente Pitón, de Francavilla, junto a unos anaqueles con libros. Subimos al segundo nivel. Hay fotografías y cuadros y una acumulación de marcos vacíos, y un ambiente de creación, de colores, de fantasía. La conversa es larga y reveladora con Teresita, El Gallero (leemos un escrito suyo, tremendo, sobre el tenebroso cardenal López Trujillo, que no era perita en dulce), Jorge el pintor…

La calle, la sordidez, elementos del degradado lumpen, prostitutas, hacen parte de los motivos que los dos Jorges asumen como su territorio artístico, uno desde las letras; desde la pintura, el otro. Jorge, el pintor de Barbacoas. Jorge, el poeta de Barbacoas.

El rigor de la calle es vertical

 Calcina como el rayo

 Exhuma como la vida

 No podés pensar

 Se obra o se muere

 Es como cuando una flecha sale del arco

 Sin reversa.

Los dos Jorges han estado muy cerca de la muerte, de los muertos, de las oscuridades. Y de la luz. Uno, el pintor, trabajó por mucho tiempo en el CTI; el otro, que no terminó sus estudios de veterinaria en la U. de A., anduvo por las oquedades y casi que recorrió todos los círculos del infierno. Ahí estamos, conversando, en medio de colorines, de cuadros, de luces violetas… El mundo de afuera no se siente. El del taller es otro universo.

Otra vez estamos afuera. Dos perritos monos, quién sabe de quién de tantos habitantes callejeros que allí pululan, nos impiden salir. Jorge, el pintor, los corre con maña. Caminamos hacia La Paz. El paisaje es triste, desolado, de desgracia, inhumano. No vuelvo la vista, tal vez porque puede ser que me convierta en estatua de sal. Además, porque es preferible mirar adelante a ver qué pasa.

(Escrito en Medellín el 10 de abril de 2024, un día calenturiento)

Obra de Jorge Zapata. Foto Spitaletta

Publicado por Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello. Docente-investigador de la Universidad Pontificia Bolivariana. Es columnista de El Espectador, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como el mejor columnista crítico de Colombia. Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios. Ha publicado más de veinte libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Oficios y Oficiantes (relatos, 1990), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (edición ampliada con nuevos relatos), 2013; Viajando con los clásicos (ensayo, coautor Memo Ánjel), 2014; Escritores en la jarra (libro de ensayos y artículos), 2014. Historias inesperadas (crónicas) 2015; Las plumas de Gardel y otras tanguerías (crónicas y reportajes, 2015); Macabros misterios y otros ensayos (2016); Tango sol, tango luna (ensayos y crónicas, 2016); Sustantiva Palabra (ensayos literarios, 2017); Balada de un viejo adolescente (novela, 2017); Tiovivo de tenis y bluyín (narrativa periodística, 2017), Fútbol: vida, trampa y milagros (2018), Medellín, ¡cómo te siento! (2019). En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro titulado “Espíritus Libres”, como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.

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