El paraguas que García Márquez le regaló a Tachia en París

(CRÓNICA BAJO LA LLUVIA SOBRE UN ANTIGUO ROMANCE MACONDIANO)

Paraguas que en 1956 García Márquez le compró a Tachia en un bazar parisino. Foto Reinaldo Spitaletta

Por Reinaldo Spitaletta

En el inicio de la primavera en París, un joven periodista e incipiente escritor colombiano se cruzó, el 21 de marzo de 1956, con una “temeraria vasca”, de ideas libertarias, anarquista, sensible, demoledora, además de bonita e inquietante. La vio pasar por unas de las calles cercanas al Museo del Louvre. El hombre, llamado Gabriel García Márquez, de veintinueve años, deambulaba sin plata en los bolsillos, sin destino fijo, como al garete. La muchacha, como se supo después, era María de la Concepción Quintanar, con el nombre artístico, o, si se prefiere, el alias de Tachia.

Actriz teatral y declamadora, la vasca había llegado a París, en 1953, de huida de un romance desavenido con el poeta español Blas de Otero. El romance próximo sería con el desconocido colombiano que ya había publicado La hojarasca, reportero de El Espectador, periódico en el que se volvió célebre por sus crónicas y reportajes y en el que también publicó su tremendo Relato de un náufrago, con Luis Alejandro Velasco. En este, entre aventuras y otros suspensos, se denunciaba la corrupción de miembros de la Armada Nacional. El dictador Gustavo Rojas Pinilla, que asumió el poder en 1953, mandó a cerrar, en 1955, El Espectador, y García Márquez, que en esos momentos estaba destacado como reportero en Europa, no pudo volver al país durante un buen tiempo, cuando su viaje solo era por menos de una semana.

En París, el “pichón” de escritor, aplazó la terminación de La mala hora, y, más bien, emprendió, bajo cierta “inspiración” de su nueva diosa coronada, la de El coronel no tiene quien le escriba. El romance de la vasca y el cataquero, dejó atrás, por unos cuantos meses, a la novia ausente, Mercedes Barcha, que vivía entonces en Barranquilla. Para solventarse, ante la falta de paga dada las circunstancias extremas de El Espectador, sobrevivió al principio con la venta del tiquete de vuelta, y, después, con la recolección de periódicos y botellas para negociarlas con los buhoneros. Días de hambre, escritura y bohemia.

García Márquez y la soledad

Tachia fue una suerte de musa del aún desconocido (e indocumentado) García Márquez, y no estaría por demás pensar que, ante las carencias y las necesidades, la escritura del Coronel estuvo impulsada no solo por el talento del autor, sino porque ya estaba a punto de pegarse su estómago con el espinazo. Las cornadas del hambre, diría El Cordobés. La vasca y el colombiano pasaban a veces las de “san Patricio”, y ella misma, alguna vez, en nota con el periodista Manuel Salamanca, recordó: “Todas las mañanas Gabriel bajaba siete pisos para ver si llegaba un cheque, no teníamos ni un céntimo, ni para pagar un tiquete de metro. A veces me digo ¿Pero he vivido todo eso? ¿Pero acaso no lo he soñado?”.

Tachia en sus años juveniles

Tachia, de a poco, se erigió en París como la voz de los poetas, con sus recitales impactantes. García Lorca, Miguel Hernández, Antonio Machado, Nicolás Guillén, Neruda… Pero en los nueve meses que duró su intensa relación con el todavía joven García Márquez, la vida era ardiente, loca, electrizante. En una tarde, en que la pareja transitaba por alguna calle de la Ciudad de la Luz, se vino la lluvia. García Márquez, en un bazar cualquiera, compró de emergencia un paraguas para que, ambos, pudieran seguir caminando bajo las diluviales gotas, y después del chaparrón le dejó el paraguas a Tachia, que lo conservó durante muchos años, hasta que un día, cuando ya ella estaba cerca de los noventa, se lo regaló a otro colombiano, amigo suyo de vieja data, el cineasta Marino Valencia.

Tachia, que luego se casaría con Charles Rosoff, un prestigioso ingeniero de petróleos, muchos años después volvió a encontrarse con el ya celebérrimo escritor, que además, le dedicó la edición en francés de El amor en los tiempos del cólera. Y en este punto, creo que viene bien contar una historia en torno a un cuento desechado por García Márquez, tras escribir La Hojarasca, y que hacía parte de esta primera novela, de influjo faulkneriano.

Tal como el autor de Cien años de soledad lo relata en sus memorias Vivir para contarla, cuando estaba a punto de viajar a Ginebra a cubrir la conferencia inaugural de Eisenhower, Bulganin, Eden y Faure, “sin más idioma que el castellano y viáticos para un hotel de tercera clase”, llegó a despedirse de él, en Barranquilla, el poeta Jorge Gaitán Durán, fundador de la revista Mito. Iba a solicitarle algún escrito suyo para publicarlo en la que fue una de las más prestigiosas revistas colombianas de todos los tiempos.

García Márquez, que había excluido de La Hojarasca el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, y que había roto el manuscrito y lo había arrojado a un tinaco de basura, vio con sorpresa cómo Gaitán Durán iba hasta allí, unía los trozos como si fueran piezas de un rompecabezas y, leyéndolo tras la reconstrucción, le pareció que era un digno relato. Ya se había publicado en el Magazín de El Espectador. No importa, dijo el editor de la revista, que en ella lo volvió a sacar.

Muchos años después de esta escena, en 1988, García Márquez le regaló los derechos de autor de este cuento a Tachia, que más tarde lo montó y presentó en Colombia, con estreno en el Teatro Heredia, de Cartagena y funciones en otras partes del país. Un afiche de una de las presentaciones de Conchita, mejor dicho, de Tachia, fue el que, a fines de octubre del año pasado, vi en una de las paredes del pequeño apartamento del cineasta Marino Valencia, en los Altos de Belleville, en el Distrito 20 de París, la víspera de mi regreso a Medellín, tras haber presentado en aquella ciudad mi novela “Betsabé y Betsabé”.

Valencia sigue siendo un gran amigo de la nonagenaria Tachia, que alguna noche lluviosa, y viendo a Marino tan desprotegido, le dijo que se llevara el paraguas que hacía años le había regalado García Márquez, tras comprarlo por unas cuantas monedas, en una lluvia casi prehistórica. “Las cosas no son del dueño sino de quien las necesita”, me contó Marino que le había dicho Tachia. “Quédate con él”, apuntó la actriz y recitadora, en el que pudo ser un acto de desprendimiento de recuerdos felices.

Con el cineasta Marino Valencia, en su apartamento en el Distrito XX de París.

Una lluvia de otoño se descargó esa noche, cuando estábamos en el acogedor apartamento de Marino, con la Mona, mi compañera, y el periodista Eliécer Jiménez Julio. Salimos los cuatro, aunque Marino iba para otro lado, a una ineludible invitación a cenar en otro lugar, más o menos cercano. Marino se despidió y nosotros tres seguimos bajo el aguacero hacia un restaurante curdo. Lo interesante era que yo iba protegido por el paraguas a cuadros y rayas, viejito, pero útil, que García Márquez le había dado a Tachia. Los otros, se guarecían con otros paraguas de menos rango y más vistosos y modernos.

Al día siguiente, antes de salir hacia el aeropuerto Charles de Gaulle, Marino me dijo: “Llevate de recuerdo ese paraguas”. Y, claro que me lo traje, y aquí sigue conmigo, con sus colores carmelitas y alguna rayita azul, su mango mostaza, con botón café para abrirlo. Cuando lo veo, en un rincón de la biblioteca, me parece que una lluvia antigua “penetra demasiado hondo” en mis sentidos, y me lamento todavía de no haber podido ir a visitar a Tachia, “la Coronela del Coronel”, como le dice Marino. Quizá ella me hubiera dicho cómo son los muertos que flotan bajo viejas lluvias en las lejanas calles de la memoria.

(Escrito en Medellín, el 26 de marzo de 2024, en compañía de algunos zancudos)

El Pequeño Palacio de París. Foto Reinaldo Spitaletta

Publicado por Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello. Docente-investigador de la Universidad Pontificia Bolivariana. Es columnista de El Espectador, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como el mejor columnista crítico de Colombia. Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios. Ha publicado más de veinte libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Oficios y Oficiantes (relatos, 1990), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (edición ampliada con nuevos relatos), 2013; Viajando con los clásicos (ensayo, coautor Memo Ánjel), 2014; Escritores en la jarra (libro de ensayos y artículos), 2014. Historias inesperadas (crónicas) 2015; Las plumas de Gardel y otras tanguerías (crónicas y reportajes, 2015); Macabros misterios y otros ensayos (2016); Tango sol, tango luna (ensayos y crónicas, 2016); Sustantiva Palabra (ensayos literarios, 2017); Balada de un viejo adolescente (novela, 2017); Tiovivo de tenis y bluyín (narrativa periodística, 2017), Fútbol: vida, trampa y milagros (2018), Medellín, ¡cómo te siento! (2019). En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro titulado “Espíritus Libres”, como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.

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