La fatalidad de Notre Dame

(Crónica con Quasimodo, un performance de protesta en el Ayuntamiento y crepes en un puente)

Catedral de Notre Dame, en reconstrucción tras el incendio de 2019. Foto Spitaletta

Por Reinaldo Spitaletta

Había cierta perplejidad al estar de frente a un monumento arquitectónico, sacrosanto, del que tanto se ha escrito, junto al río Sena (otro río de la historia), en la Isla de la Cité, donde se ha dicho se fundó París. Veía todavía a distancia considerable el frontis gótico, el gran rosetón, el espíritu medieval. Impresionaba aquella visión entre agua y cielo, y fue entonces cuando, sin remedio, hubo que recordar imágenes de la novela de Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, en cuyos inicios el autor vaticina calamidades y pone en la memoria una antigua palabra griega Anaikh, que significa fatalidad.

La palabra estaba, según el novelista, en un rincón oscuro, en una de las torres de Notre Dame, escrita a mano. Una mano medieval, misteriosa, remota y profética. La vieja iglesia tenía un estigma, un anuncio tormentoso que alguien, quién sabe quién, había dejado inscrita allí, tal vez en un acto de desesperanza, consignada en una sola palabra. Más tarde los muros se encalaron, o puede ser que hubieran sido raspados (Víctor Hugo duda en esta situación), igual esa construcción ha sido modificada en diversas épocas, y tales circunstancias provocaron que la enigmática palabra desapareciera.

“El hombre que escribió aquella palabra sobre aquella pared se ha desvanecido; la palabra, a su vez, ha sido borrada del muro de la iglesia y tal vez la propia iglesia no tarde en desaparecer de la faz de la tierra”, escribió Víctor Hugo en marzo de 1831, en una especie de advertencia al principio de su novela, que, de acuerdo con él, se gestó por esa palabra, por la fatalidad.

Y yo seguía ahí, perplejo, arrimándome de a poco a la mole inconclusa, recordando el incendio voraz que casi la consume, el 16 de abril de 2019, relacionando todo aquello con las palabras del escritor romántico, y me asaltó cierta sensación de tristeza, pero, a la vez, una especie de certidumbre sobre las posibilidades visionarias de determinadas novelas. No llegaron las imágenes del jorobadísimo Quasimodo, el campanero, ni de la adivinadora Esmeralda, la gitana, sino las del incendio.

Notre Dame de París. Foto Spitaletta

Al fin de cuentas, ya estamos sobre un puente, la Mona y yo, y nos embelesamos en el frontis de la catedral, vemos las grúas, sus brazos metálicos, la ausencia de las gárgolas, la gente desfilando bajo un cielo azul-otoño. El Sena está ahí, con sus ahogados de otros días, sus poetas y sus reflejos, los caminos en las orillas, las barandas de este y otros puentes. Y sobre el de Notre Dame, un acordeonista de barba, cachucha y traje oscuro le toca una pieza animada a un niño que lo mira con curiosidad, la mamá baila, el ambiente parece de fiesta. Dejan a sus pies un aporte.

Recuerdo (siempre la memoria actúa en el viaje) una canción, más bien triste, de Edith Piaf, L’Accordéoniste, que habla de una muchacha, una prostituta, que escucha la melodía de un acordeonista, y baila y se crea ilusiones. Como suele pasar en ciertas historias, el acordeonista se va a la guerra, y la muchacha sueña con la vuelta, en la que él tendrá un negocito y ella será la cajera, y así continúa la canción melancólica en la voz de calle del Gorrión de París.

Caminamos hacia la catedral. Hay partes con vallas, cierre al público mientras avanzan las obras de refacción, la reconstrucción de una historia de arquitecturas, vitrales, imágenes religiosas…, y si se quiere, ya iba siendo hora de evocar algo de Quasimodo, qué cosa fea; y así, como asediada por fealdades, parecía estar la otrora belleza gótica, con la presencia literaria del patizambo tocador de campanas (quién tocará ahora las campanas de Notre Dame), aquel que al verlo, las mujeres se tapaban la cara, y exclamaban “¡Qué simio más feo!”, “¡Es el diablo!”, mejor dicho, por la barriga del papa y otras protuberancias, el jorobado tenía la “fealdad más hermosa”, como se dice en la novela.

Dimos una vuelta, o dos. Pasamos por otras callecitas, volvimos a un puente, tal vez el mismo, y vimos un quiosco atendido por un inmigrante, con crepes y sus cremas, sus mermeladas, sus sabores. Había fila para comprarlas. Ricas estaban. Por allí había que andar, y no sé cómo estábamos en la Plaza Saint-Michel, pero ya habíamos visto, en una revoltura de imágenes, la arquitectura del Instituto de Francia, cuya sede alberga todas las academias, incluida la de la lengua francesa. Alguien nos dijo que por no sé ya dónde había vivido García Márquez, en sus tiempos de feliz e indocumentado en París. Y entonces nos dio por saber además dónde era la casa de Cortázar, a la que no llegamos, porque en el camino vimos otras atracciones, otras tentaciones, el Sena siempre a la vista, y nos involucramos con el Palacio del Tribunal del Comercio. Y luego con el Pont au Change, ya en un atardecer en el que el río se veía de variadas tonalidades.

Performance sobre el genocidio de Israel en Palestina. Foto Spitaletta

Caminar a la deriva, a ver qué se va encontrando, es una posibilidad grata, que en París siempre alberga alguna sorpresa. Desembocamos en una plaza inmensa, la del Ayuntamiento, en cuya edificación ahora cuelgan pendones sobre los Juegos Olímpicos, con sede en París, y que durante los tiempos de la Comuna de París fue reducido a polvo y ceniza, incendiado por los insurrectos. Nos topamos con un performance que era una simbolización de la masacre que Israel está haciendo contra los palestinos en Gaza. Decenas de participantes, tirados en el piso, cubiertos con sábanas blancas, daban una visión de desolaciones mudas.

La noche nos sorprendió cerca de la estación de Saint-Michel. Una muchacha rubia nos tomó unas fotografías de espaldas al Sena. Caminamos, rodeamos otra vez Notre Dame, fuimos por el frente de la Prefectura de la Policía, tan filmada y narrada en novelas policíacas.

Ahora, suenan unas campanas (Notre Dame tiene diez) y sus voces argentinas me hacen ver en el cielo oscuro y otoñal de París la figura deforme de Quasimodo.

Quasimodo, sin embargo, ya no toca las campanas de Notre Dame. Esmeralda cuelga de una horca. Hay un cuerpo que cae desde lo alto del campanario. La noche nos muestra, entre luces coloridas, los gigantescos brazos de las grúas que son parte de la reconstrucción de una catedral que, pese a todo, sigue estando de pie ante las llamas de la historia y de la fatalidad.

(Decimotercera crónica de la serie Caminando por Europa. Mañana, Luis XIV y el Palacio de Versalles)

Secretaria del Tribunal del Comercio en París, a orillas del Sena. Foto Spitaletta

Prefectura de Policía de París. Foto Spitaletta

Publicado por Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello. Docente-investigador de la Universidad Pontificia Bolivariana. Es columnista de El Espectador, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como el mejor columnista crítico de Colombia. Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios. Ha publicado más de veinte libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Oficios y Oficiantes (relatos, 1990), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (edición ampliada con nuevos relatos), 2013; Viajando con los clásicos (ensayo, coautor Memo Ánjel), 2014; Escritores en la jarra (libro de ensayos y artículos), 2014. Historias inesperadas (crónicas) 2015; Las plumas de Gardel y otras tanguerías (crónicas y reportajes, 2015); Macabros misterios y otros ensayos (2016); Tango sol, tango luna (ensayos y crónicas, 2016); Sustantiva Palabra (ensayos literarios, 2017); Balada de un viejo adolescente (novela, 2017); Tiovivo de tenis y bluyín (narrativa periodística, 2017), Fútbol: vida, trampa y milagros (2018), Medellín, ¡cómo te siento! (2019). En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro titulado “Espíritus Libres”, como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.

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